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Historias de vinos, brindis y botellas

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01/02/11
Fuente: El Día | Alberto Albertengo.

Los invito, amigos, a compartir algunos recuerdos gastronómicos. Digo gastronómicos para no alardear de chupis y festejos; no sea que nos salga al cruce algún fanático o fanática de cualquier liga partidaria de la templanza y antialcohólica, encima. Cincuenta años atrás, cuando el pollo todavía era el lujo de los domingos, cualquier banquete o comilona que se preciara se anunciaba acompañada con el rotundo: “Vino 3/4 blanco y tinto”. ¿Qué tal? Nada de botella de litro ni pingüino rellenado con damajuana.

Blanco en heladera, y tinto al natural. Tinto al que por agregarle soda o algún cubito de hielo nadie se ruborizaba. Esto, como sabemos, hoy es pecado mortal sólo permitido a las señoras porque el Malbec o el Cabernet les quema el esófago, dicen.

La botella de litro se tomaba en las casas y el pingüino contenía el vino base de todos los restaurantes, por los menos de los restaurantes que yo conocí en aquellos tiempos de los que hablamos.

Para el vino canalla, de bordalesa, había que llevar un envase, ya que se vendía suelto en los almacenes. Pero ya para la época estaban desapareciendo o achicándose. Los almacenes, digo.

VINIERON LOS CAMBIOS

Medio tardón para una bodeguería que tenía años, empezaron los cambios. Hasta los años ’50 los vinos de litro eran más o menos todos parejos y buenos. Tintos, blancos o claretes, variedad ésta que desapareció hace mucho. Y seguramente habrá sido ese parecido el que acható a los enólogos, que fueron desmejorando el noble y consagrado vino de mesa, con algún “bautismo” para estirarlo, y alcoholes no de uva.

Por suerte, surgieron después nuevas marcas que envasaban en botellas de litro un producto mejor. Los viejos de entonces decían que ese nuevo era el que siempre había sido, cuando era bueno el vino común.

Paralelamente aparecieron damajuanas, que sumaron ricos vinos de La Rioja, gruesos y fuertes los tintos Nacarí; y de Salta, con gusto a pasas de uva el torrontés. También se sumó San Juan a pelearle a Mendoza y fue una fiesta.

Reglas, convenciones, conveniencia y códigos fueron empujando hacia el mundo los vinos argentinos. Los bodegueros se dieron cuenta de que los trasandinos ya nos habían primereado con una etiqueta simple y contundente: “Vino fino de Chile”. Mientras acá seguíamos con disfrazados de borgoñas o mentidos reservas, y blancos aparentando alcurnias. ¿A quién le íbamos a vender así?

Fue una gracia que los norteamericanos lanzados a viñateros se avivaran y comenzaran a envasar varietales y proclamarlos: así nadie podría objetar la “apelación de origen”. Las distintas uvas aportaron su diversidad y en estos pagos nos sumamos a la movida. Malbec, merlot, cabernet sauvignon o franc o blanc, sirah, tannat o lo que venga pero con nombre propio.

POR COPAS O BOTELLITAS

Por estos días, como es sabido, se ha llegado a tal nivel de escabio finoli que para comilonas gourmet se preparan menúes de 5, 6 ó 7 pasos, cada uno con una copa de vino diferente. Así se puede arrancar con un mini bocadito y jerez; seguir con el fiambre piripipí y un torrontés; pasar al primer plato con un merlot liviano; encarar el de fondo o resistencia con cabernet o malbec; ir cerrando con el postre y un dulce cosecha tardía, y rematar con masitas y champagne.

(¡Ojo! Si se le ocurre asistir a uno de estos acontecimientos vaya acompañado por esposa o novia o señorita ad hoc. Con cualquiera, pero probadamente abstemia, porque ella tendrá que manejar a la vuelta).

Al tema del vino por copas, se agregaron también las mini botellas. Así tenemos 187 ó 225 mililitros: dos copitas para un tomo y me voy. Después sigue la de 375, para el after (ustedes me entienden). Y si no la clásica de 750, en caso de cama adentro o por lo menos “hoy me quedo”. En estos casos, claro, estamos hablando de champagnes, cavas o espumantes. Como quiera llamarlos.

NOSTALGIA Y FINAL

Por si alguno le interesa, por curiosidad o sed, cuando hablamos de champagnes hay para agregar botellas y botellones para todos los gustos: las magnum de litro y medio; las doble magnum de tres, muy usadas en festejos automovilísticos; otras gigantonas que van de la Mathusalem de 6 litros, a la Nabucodonosor de 15. Y hasta aseguran que hay pantagruélicas de 27 y 30 litros. ¡Qué lo parió! (Con perdón…).

Para cerrar, una nostalgia: “Brindemos por ellas, las más bellas. Por ellas…. las botellas”. Un cartelito invitaba picaresco sobre la barra del salón de oficiales del desaparecido portaaviones ARA Independencia, el primero de los dos que tuvo la Armada Argentina.

Y el recuerdo obliga a la pregunta: ¿A dónde habrá ido a parar ese cartelito cuando el soplete y la sierra desguazaron la mole guerrera para convertirla en chatarra?

¡Bah!, ¿a quién le importa?


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